Cuando fuimos niños lo supimos, pero con los años lo vamos olvidando: los juguetes son siniestros. En ellos reside un espíritu malvado, que nos acecha apenas nos quedamos solos. Ya en el siglo XVIII, cuando los juguetes aún eran raros, muy caros y poco variados, E.T.A. Hoffman, en el cuento El hombre de arena, recrea esta mezcla de fascinación y terror que sentimos en la infancia por los juguetes. Están allí, siempre a punto de cobrar vida apenas nos descuidemos. Es lo que hace Olympia, que es un autómata. Es lo que hacen los juguetes del film Toy Story cuando los humanos no los ven. Gahan Wilson lo sabía bien y lo retrató en uno de sus dibujos de mediados del siglo pasado, con los juguetes al acecho del nostálgico. Los juguetes son siniestros porque tienen vida propia y porque, además, se quedan con jirones de nuestra vida, la que compartieron con nosotros cuando éramos niños. Esto se puede ver bien si se visita la muestra Los juguetes invaden el Museo de la Ciudad. Más allá del enternecido recuerdo que puede producir en los desmemoriados adultos encontrar algunos de los juegos o muñecos que acompañaron sus siestas de infancia, se percibe claramente la carga ominosa que flota en el ambiente, como un mal presagio.
La muestra ocupa varias salas: las dos del frente y varias del fondo de la hermosa casona de la calle Defensa. Entre los cientos de juguetes que pertenecen a la colección del propio museo, hay algunos pocos del siglo XIX, pero el grueso fue producido a lo largo de todo el siglo XX. Desde la época de Roca, cuando la Argentina se transforma en un país rico y Buenos Aires en su capital cosmopolita, buena parte de los juguetes que se conseguían en el país eran importados. Hasta tal punto, que hay fábricas europeas que tienen líneas completas producidas sólo para vender en nuestro país. La casa Marblin fabricaba barcos con el nombre de los buques argentinos, y la firma Henriksen, de Nuremberg, producía soldaditos argentinos para pelear una batalla de mesa contra enemigos españoles.
En una muestra centrada en el terror infantil no podían faltar los monstruos más terribles: las muñecas. Hay decenas. De todo tipo y tamaño. Las de cabeza de porcelana, ojos de vidrio, cabello rubio y boca abierta eran las más codiciadas. Provenían de Alemania y Francia. También de allí y de Italia se importaban los muñecos de paño lenci y los trenes, de los cuales los de marca Meccano era los más populares. La Segunda Guerra Mundial jugó un papel parecido a la Secretaría de Comercio actual: cerró las importaciones y alentó la producción nacional de juguetes. Así fue que en los 40 aparecieron los autos, baldes de arena y cocinitas de hojalata estampada, fabricados en el país a un precio tan accesible que era posible encontrarlos en la mayoría de los hogares. El peronismo explicado a los niños.
Es difícil que alguien que recorra esta muestra –no importa si tiene 30 u 80 años– no encuentre la réplica de algún juguete que acompañó su infancia. Están todos, en especial aquellos que sabíamos que era imposible que tuviéramos y que, quizá por eso, eran los más deseados. Están ahí, en vitrinas o colgando del techo, tras una mampara o en un estante. Pero no nos descuidemos: están agazapados. Parecen tan inocentes como simulaba serlo el Golem antes de que el espíritu soplara sobre él. Parecen pura materia, pero están a la espera de que nuestra fantasía se despierte. Una vez que nos dejamos seducir por ellos, una vez que nos ponemos a jugar, los juguetes se apoderan de nuestra alma y nos transportan al País de Nunca Jamás, en el que nunca, pero nunca, podremos cometer el error de volvernos adultos.
Fuente: Perfil
Link: http://www.perfil.com/ediciones/2012/2/edicion_648/contenidos/noticia_0005.html
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